Friday

Los rumbos de Lucía

Traté vagamente de recordar el olor que desprendían las calles del barrio de la Ribera durante las primeras luces del invierno de aquel año sangriento. Había pasado la noche anterior merodeando ebrio de dolor por las calles angostas, tratando de olvidar mis penas.
La niebla se había ya casi instalado de por vida en los tejados olvidados del sur de la ciudad. No recuerdo muy bien cómo me arrastré hasta el portal de la librería que aún conservaba el odor oxidado y los puros de La Habana que el señor Escuder le había regalado a Andrés después de haberle cedido un único ejemplar de la última novela de Vernes olvidado en uno de los cajones de su maisonette parisienne en los años dorados en los que la Francia de la época seguía siendo considerada un paraíso de endorfina para los poetas grises.
Lucía se había casado con el señor Cincotti, señor por llamarle de alguna manera, pues de señor no tenía nada excepto un reloj de bolsillo de 1000 pesetas. El maldito profesor de pintura nacido en Florencia había heredado de su familia una gan fortuna, su nombre, y se dedicó a viajar por Europa enseñando algo que ni tan sólo él podía hacer. No sabía palpar la bella pálida tez de una mujer de temprana edad, no conocía el arte del amor, el de la pasión y sus frutos, y lo único que le interesaba era el resultado que acababa por obtener a las buenas o a las malas. Unas cuantas noches de dedos en la cama y tenía a la furcia comiendo de sus manos, pero lo que jamás imaginé era que yo me había pasado los últimos 6 años enamorado hasta las trancas de una mujer que luego se convertiría en más que su furcia, en su esposa.
La capilla ardiente sonreía a los transeúntes aquel sábado al mediodía y mis antojos de suicidio de habían calmado...
blablabla...Carlos te pasas el día entre mis manos y no consigo dejarte escapar. Será que palpas tan bien mis penas que parece mi vida propia hace no mucho tiempo...Carlos Carlos si tan sólo estuvieras más cerca para poder yo contártelas...

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