Thursday

para que el tiempo no sea implacable con éste recuerdo


Se ha ido. Con un golpe seco ha cerrado la puerta y se ha ido. Yo estaba esperando a que me diera un beso de despedida, pero no lo ha hecho. Mientras le oía bajar las escaleras del edificio grisáceo de los años 70 en el que vivo, con alguna pobre esperanza esperé apenas 10 minutos, deseando que volviera a mí. Que volviera a tocar mi timbre y que al abrir la puerta tirara la bolsa en la que se había llevado todos nuestros recuerdos y me acariciara otra vez. Deseaba volver a sentir sus labios, olerle, abrazarle, tenerle entre mis brazos; volver a tocar sus manos era mi mayor deseo. En aquellos diez minutos mi corazón empezó a latir más rápidamente, como el de un conejo asustado por la tormenta.




Empezaron a pasarme por la cabeza todos los momentos que viví con él. Todas las mariposas que un día sentí con él volvieron a recorrerme el cuerpo produciéndome una sensación que armonizaba la nostalgia con la excitación. Un poco melancólica empecé a recordar aquella madrugada de un abril algo frío en el que volvíamos a mi casa cogidos de la mano, cuando me temblaban las piernas y el corazón a la vez, de mi sonrisa de niña pequeña, de mis frías manos, de lo dulce y placentero que era estar a su lado. También recordé, con algo más de esfuerzo, la última noche que compartimos cama y pasión. Su olor, mis miradas, la manera con la que suave y delicadamente acariciaba mi espalda, el ruido de su silenciosa respiración. Me encantaba verle comer. Verle degustar con la mirada todos los platos que le había preparado. No éramos tan finos como para beber champán. Mi bolsillo solo daba para una Fanta y algo de vino blanco que tenia de regalo. Los segundos pasaban y yo cada vez estaba más preocupada por si volvería a verle. Estaba tan exaltada por su última visita que ni siquiera tuve tiempo de decirle que todavía le quería. A pesar de todo lo que había sucedido, seguía queriéndole con todo mi corazón. Pero nunca pude decírselo. Él era un hombre feliz, por lo que decía, con una mujer a su lado que le satisfacía en todos los aspectos, o en casi todos. No podía consentir que tuviera ningún tipo de lástima hacia mí. Prefería tener su amistad, por muy humilde que fuera, a no tener nada suyo.
El único recuerdo que conservo es una foto que me dejó el día de su penúltima visita. Una foto en blanco y negro, de la que me enamoré cuando fui a visitarle a su casa una noche fría de mayo. Antes de irme a Londres, le dije, quiero una foto tuya, para colgarla en mi habitación y así recordarte siempre. Ya habían pasado casi los 10 minutos de espera y yo empecé a sentir un gran vacío interior, y algo en mí me decía, Klea, no intentes volver a engañarte cielo, sabes que no volverá. Se ha ido a la estación de trenes, a recoger a la mujer que ahora ocupa su vida, tu solo fuiste algo pasajero, dalo por acabado y sigue con tu vida, como si nunca le hubieras conocido. Volví a sentir ese aterrador silencio de las escaleras de mi edificio en aquella calle tranquila del barrio barcelonés de Sant Gervasi.
Fui a la puerta de entrada, miré por el agujero de la puerta y la abrí pensando que tal vez por juegos de hombres se había escondido debajo del agujero para que no le viera. La luz de la entrada seguía estropeada, parpadeaba dando un ambiente clandestino y frío, pero él no estaba. Me asomé al borde de las escaleras, pero no vi ni oí a nadie. De puntitas volví a pisar la alfombra rojiza de la entrada de mi casa y cerré la puerta después de volver a comprobar que no oía pasos. Cogí la foto que me había regalado y como si en una película se tratase la acaricié con la mano y la besé muy suavemente, como para no hacerle daño. Abrí la puerta y salí a mi terraza. Aquel día había llovido y las nubes seguían volando por el cielo. Me senté en aquella silla aún mojada y cerré los ojos. Cuando los abrí, vi todo borroso. Las lágrimas se estampaban contra mi jersey de rallas después de haber recorrido mis mejillas. Tarareé muy silenciosamente un trozo de una canción que me enseñó, y repetía y repetía. You’ve got a secret smile, but you use it only for me. Y lloraba y volvía a llorar.
En el cielo no aparecía ninguna estrella, porque aún seguía nublado. Tenía la rara costumbre de buscar la primera estrella que apareciera en el cielo en los días no nublados y pedirle con todas mis fuerzas un deseo. Los beduinos solían decirme que se te cumpliría cualquier deseo que pidieras, si esa fuera la primera estrella en verse. Quise pedirle algún deseo, pero no sabía cual. Tampoco pude, puesto que no vi ninguna hasta pasadas unas noches.
Pasé algunas horas sentada en la terraza, con la foto en mano. Me acurruqué en la silla y me dormí. Desperté después de algunas horas ya pude ver claramente la luna en el cielo. Ojalá ahora mismo la esté viendo desde otro sitio de la ciudad y esté pensando en mí, me dije a mi misma. Conduje la foto hacia la luz de la luna y pude apreciar que detrás de la foto aparecía algo escrito. Con muchísima curiosidad giré la fotografía y leí a la luz de la luna aquellas palabras escritas con tinta azul.
“PARA QUE EL TIEMPO NO SEA IMPLACABLE CON ESTE RECUERDO”

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