Thursday

amantes del olvido


No pensé que fuera así. Ayer volví a verle. Tenía el pelo algo más largo que la última vez que nos vimos, pero los ocho meses no fueron suficientes como para cambiarle. Lo recordaba algo mas gordito y guapo pero enseguida le reconocí. Con una carita sonriente me sacó una piruleta y como si de una niña pequeña se tratase, me entusiasme en fracciones de segundo degustándola. Volvimos a recorrer media Barcelona, como de costumbre. Recordé paralelamente junto a aquellos pasos que dábamos a la vez, nuestro último encuentro. Fue exactamente el día antes de su vigesimosegundo cumpleaños. Recordé también mis lágrimas derramadas aquel día. Así pues, después de una larga temporada, al vernos, no tuvimos mucho que decirnos. Había casi oscurecido y vagabundeamos por aquellas calles estrechas y engañosas intentando encontrar una teteria donde poder sentarnos y descubrir nuestras últimas aventuras. Acabamos degustando unas claras en el hogar extremeño, cual evidentemente desconocía y volví a descubrir con él. Se ausentó por algunos minutos, para pagar la cuenta. Fueron eternos. Cada microsegundo se convertía en un año luz. Cada paso que daba se desvanecía en el espacio como una partícula de polvo. Me flashearon todos y cada uno de los momentos. Sentí después de tanto tiempo aquel cuchillo clavado. Durante los 3 minutos de su ausencia me volví a enamorar, como quien llega a la meta y sigue corriendo. Volví a sentir el cosquilleo, y por un momento el dolor de la traición. Se me perdió la mirada entre tantas caras desconocidas que apenas noté su presencia cuando regresó.
Sentí como si fuera a explotar en cualquier momento, pero no sucedió. Poco tiempo más tarde un acordeón nos acompañaba. Nos sentamos en aquellas escaleras de madera, junto al archivo. Me pasaron por la cabeza todas las frases que utilizamos la primera noche de abril. “Me gustaría vivir en la edad media, llevar vestidos grandes y hablar manteniendo un abanico frente a mi cara”. Le mencioné que me gustaría tener un patio interior, como el del archivo. Asintió con la cabeza.
Noté como el momento crítico llegaría se un segundo para otro. Y mis instintos no volvieron a fallarme. Junto a la música y aquel frío me besó en la mejilla. Sentí su miedo al instante. Su beso hablaba por primera vez desde hacía tanto tiempo. “Te quiero pero tengo miedo de hacer lo incorrecto, puede que no deba besarte”. No sentí nada. Nada. Mi corazón no se encogió y las mariposas habían abandonado mi estomago. Quise volver a llamarlas, quise encogerlo yo misma, quise volver a sentir algo tan placentero, pero luego entendí que por fin, después de tanto tiempo, le había olvidado.
El frío se posaba sobre mi piel aquella noche y decidimos caminar. Volvimos a transitar hacia el norte de la ciudad, pasando por rincones jamás pisados anteriormente. Sentí la necesidad de cogerle la mano, pero supe que si lo hacía me lo reprocharía eternamente. La sensación de riesgo me hizo temblar. Al poco tiempo me encontré en el portal de mi casa, cual fue visitado por última vez en Mayo del año anterior.
Subí y bajé como un rayo y me volví a reunir con él. Nos sentamos en el mármol quebrado y sucio. Saboreamos el silencio como si de la piruleta se tratase. Las sensaciones eran tan variadas e intensas que ni todas las hojas del mundo bastarían para describirlo.
Como despedida, nos abrazamos. Entonces supe que no había mejor descripción en diccionario alguno para la palabra Magia. 90 minutos que se convirtieron en un suspiro. Un suspiro en el que tarareé una canción, al oído, como solía hacerle cuando se dormía, un suspiro que me hizo volver a olerle. En aquellos instantes tuve la voluntad de darle todo, le quería, como ser humano, y eso sobrepasaba todos los límites establecidos. Su capacidad de dar y su generosidad habían crecido a la velocidad de la luz, como si el polvo creciera de la tierra, su centro verde era el más potente. Tan fuerte que incluso tuve miedo de recibir tanto de alguien como él.
El momento llegó, y mi corazón se volvió a encoger en cuestión de mini segundos. Las mariposas volvieron a una velocidad incalculable y sentí amar de nuevo.
La confusión me sobresaltó pero la ignoré durante algún tiempo. Le olí y me olió. Le acaricié y me acarició, le besé. Y me besó. Nuestras mejillas se tocaron, y el abrazo nos hizo fusionarnos durante largo rato. Volvió a besarme el cuello y por una vez quise volver a nuestra cama, con él, quise volver al año anterior, olvidar todo lo pasado. Sé que él también lo quiso. Sentí su temor al pensarlo. Sus abrazos volvieron a hablar como aquel beso, pero ahora la sensación era mucho más penetrante. Por un momento fui capaz de leerle la mente, y supe que me deseaba. En algún minúsculo y profundo lugar de su corazón, le hubiera gustado volver a sentir mi piel junto a la suya.
Rocé con sus labios y el rozó con los míos. Nos besamos. Y creo que los dos tuvimos miedo. No fue miedo a seguir. Fue miedo a volver, yo sentí mi cosquilleo, y él lo notó. Yo sentí el suyo, por mucho que intentara apagarlo. Acariciaba mi espalda libremente, y con cierta duda e inseguridad acarició mis pechos.
Nos dimos cuenta de que casi tocaban las doce, y aunque en éste caso él era la cenicienta, se marchó con su té y el CD regalado.
Entré en el ascensor, sabiendo que probablemente no volvería a verle en muchos años. Me miré en el espejo y vi en él el reflejo de mis tristes pero brillantes ojos. Fue en aquel momento cuando supe que debía salir del ascensor y correr. Me lo planteé durante varios segundos, se me ocurrió seguir mis instintos y mi corazón, que probablemente seguían latiendo por él, pero supe que si corría detrás suyo puede que él nunca se girara o que simplemente le diera a entender que seguía amándole y no me convenía. No lo tuve muy claro, pero la respuesta vino a mí como en una pregunta retórica: “¿Y qué sucede si nunca más volvemos a vernos?” y allí fue cuando salí a la calle en su busca. Le observé caminando a lo largo de la acera, mirando al suelo, y con paso lento. Silbé y se giró. Volvió la incertidumbre pero corrí hacia él. Corrí como si estuviera perdiendo el avión que me llevaría a mi más deseado destino.
Tan solo le dije “te acompaño hasta la estación”. Caminamos pocos metros, pero se me hicieron eternos. Nos despedimos con un cálido roce en los labios, juntando el miedo y la ternura.
Le vi alejarse por aquellas escaleras que parecían dirigirse al infierno, y solo pensé en aquella frase que habían repetido varias veces en “Cashback”: “Si ves al amor de tu vida y no te detienes un momento, no vives”.



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