Thursday

Cuestión de prioridades

Cuestión de prioridades. Su gabardina hospedaba las gotas que se resistían a caer al suelo. Pero ¿qué más daba? París estaba precioso en sus días de lluvia. Y le aguardaba detrás de las escaleras a las que les daba la espalda. Porque su musa llegaría de un momento a otro. Y ya que la música sólo se despide del sol una vez al día, no se podía permitir perdérsela

sábados




Si hay alguien difícil de describir, es ella. Supongo que casi 17 años con ella dan mucho de lo que hablar. Había pensado escribir sobre tantas lecciones aprendidas, pero la lista me llevaría meses, así pues he decidido contar un breve relato sobre una rutina antigua que me hace recordarla.
Aquella mañana me había despertado de mal humor. Las sábanas se cosían a mi cara y el reloj marcaba las 10.15 mientras desde el salón Diana Krall me despertaba con su nuevo disco en manos de mi madre. Tras una breve visita al baño mis pies descalzos pisaban la terraza dónde ella tomaba el sol, vestida en aire y aquellas gafas de Dior que años después yo sustraería del cajón de los recuerdos, pañuelos y demás, leyendo a su siempre querido Coelho. Era capaz de olerme a metros de distancia y saber en qué momento aparecería de la nada. Siempre me fijaba en sus manos, en aquellos dedos largos y arrugadizos, recién maquillados en rojo Valentino, en su sutil manera de abrazar la cubierta del reciente libro aun con olor a fábrica. Sin mover la vista de la obra me decía en tono serio: “La fruta está en la nevera”. Nunca entendí aquella obsesión suya por los frutos frescos, aún así mis opciones no eran variadas. Una vez abierta la nevera, mis oídos intentaban descubrir cada uno de sus movimientos mientras mis pequeños pies se asomaban por la puerta del lavabo desde donde mandaba la fruta directamente al mar, o eso creía. Claro que al ser tan perspicaz nunca tiraba la cadena pues hubiera sido todo muy evidente, aunque nunca dejé de creer que ella sabía lo que me tramaba pero dejaba que yo escogiera el camino. Siempre llegaba tarde, y en la mejor de las opciones mi madre tan solo me gritaba desde la terraza. Después de ponerme faldas por obligación y un abrigo nuevo, a las 11 me dirigía a la clase de pintura situada a poco más de 200 metros de mi iluminado ático. Anteriormente, habría degustado, con gran dulzura, el pecado de la ratería, cogiendo prestadas (pero nunca devueltas) unas 200 o 300 pesetas del monedero de mi madre para poder pararme delante de la panadería a degustar sus exquisitos croissants con chocolate recién sacados del horno.
Diez minutos más tarde Cristina, mi distinguida profesora de pintura, estaría en la puerta con una sonrisa esperando a verme con la misma boca achocolatada que el sábado anterior.
Dos botes de aguarrás, un helado y cinco pinceladas después mi madre afirmaba que llegaría a la 1 a buscarme a clase de pintura para luego dirigirnos a comprar comida. Claro que aquello que afirmaban en las películas era cierto, la esperanza es lo último que se pierde, y así lo negué yo. Casi tocadas las dos, Cristina me alegaba que debía volver a casa ya que Ivana había cambiado rápidamente de opinión.
200 metros fueron suficientes para acumular más rabia que en todos los años anteriores. No solo la había esperado durante 1 hora sino que me había humillado ante mi profesora, y lo peor es que me volvía a fallar, volvió a prometer algo que no cumplía. Evidentemente no me importaban sus razones, por importantes que fueran, solo su fallo y mi decepción.
El reloj de la plaza marca casi las 3, y mientras el mercado de la Libertad abre sus puertas ante nuestro pequeño carrito de la compra yo me dedico a observar a los ancianos que vuelven a las mismas fruterías desde hace décadas.
Se trataba de volver a cocinar aquel atún a la plancha y brócoli con sésamo y sacarla de casa lo antes posible. Nos dirigíamos al arco de triunfo, si no recuerdo mal en autobús. Aquel hombre con gafas y barba gris no había cambiado desde los años de la pascua y seguía llevando aquellas bambas “Mike” que a mi entender eran un regalo de su hijo. Dos bicicletas y dos semáforos, y yo la seguía, todo atravesando la Ciutadella donde cada sábado volvía a oler sus árboles y a frecuentar a la misma gente. Aquella subida era la peor, pero después de ella sólo se tendía a mis pies la villa de Icaria y sus playas. Siempre tuvimos un margen de tiempo, y casi tocando las 7 nos parábamos en aquel Haggen Dazz a comprar dos gofres con chocolate y nata. Recuerdo que la nata nunca fue su fuente de inspiración por lo tanto mi ración consistiría en dos bolas de nata y mucho chocolate fundido.
Las dejábamos, y procurábamos que nunca pasaran de 500 pesetas. Volver a casa donde nos esperaba una gran taza de chocolate y galletas María era una gran recompensa después del duro día y del dolor de entrepierna.
Me gustaba verla planchar ropa mientras se indignaba ante las nuevas noticias sobre Bosnia. Aún llegaba a recordar aquel día que volví del colegio y mi madre estaba sentada frente al televisor, con lágrimas en los ojos, al borde de estamparse contra su jersey. El olor de la plancha daba un aroma de hospitalidad a nuestra casa y pese a la hora que era, yo siempre quedaba los sábados dormida ante el televisor mirando “Noche de Fiesta”.
Mis recuerdos sobre aquellos días de otoño con mi madre son escasos, tal vez dentro de poco impalpables. A pesar de haber derramado millones de lágrimas, incontables algunas, y de haber pasado horas riendo, contando las buenas y las malas, las regulares, las memorias con olor, las que llegas a saborear, aquellos recuerdos que incluso puedes volver a escuchar si cierras los ojos o simplemente sentir tu corazón palpitar tan fuerte como la originaria vez que tu lengua se acercó a aquel primer gofre con chocolate aquella tarde de sábado, creo que nunca podré querer tanto como la he querido a ella.
Hoy cumples 44. Puede que vulgarmente también pueda mencionar que hace 44 años la concha de tu madre se abrió y las enfermeras te vieron nacer. Hace exactamente 44 años y unas cuantas horas viniste al mundo con ganas de conquistarlo. Y puede que pienses que fallaste, que no lograste conquistarlo, pero te equivocas. Hay alguien a quien conquistaste desde el primer día. A mí.

dibujos del edén



Aquella tarde vi el amanecer más bonito. Las nubes se juntaron y danzaron el último baile de la tarde. Florearon durante horas, volaban, subían, bajaban. La brisa del mar las hacía jugar al escondite. Mucho tiempo corretearon por aquella tela azul y la pintaron de naranjas y amarillos. El sol se unió al juego, y al ser tan pequeño se escondía detrás de los algodones voladores y juguetones. Después de incontables horas jugueteando decidieron cedernos la compañía de las mejores lucecitas hincadas en el edén y la tarta de limón que colgaba del limbo. Se perdieron, siempre provocándome una sonrisa. La última nube se volteó y me dijo sonriendo: hasta mañana pequeña soñadora. Nunca volvió a amanecer.